domingo, 13 de mayo de 2012

Ok, boss.


Hace mucho tiempo que tenía pendiente este post porque, sin ninguna duda, mi jefe ya se merece uno. Se lo debo. Se lo ha ganado.

No sé cómo lo describiría: físicamente es gordo, feo, viejo, y siempre anda con el ceño fruncido, de mal humor. Más o menos como el padre de Homero Simpson.



Emocionalmente, su personalidad, su filosofía de vida, es todo un tema del que se podría discutir por horas.
Trabajar para mi jefe es tener 10 horas de estrés al día, las cuales se inician desde el minuto en que piso la alfombra de esa oficina a las 9 de la mañana, aproximadamente. Se interrumpe por una gratificante hora en la que salgo a comer algo, tomar una bebida, o simplemente respirar un poco de aire no contaminado de estrés. De regreso, a las 2 de la tarde más o menos, nuevamente mi cuerpo se tensa, mis nervios se escabullen, mi tranquilidad huye despavorida y no regresa hasta un poco después de las 7 de la noche, hora en la que, sintiéndome cual sobreviviente, emprendo el regreso a casa.

Al día siguiente, la historia se repite, con mínimas variaciones de intensidad.

Lo peculiar de todo esto es que, aparentemente, todo es cuestión de costumbre. Creo que podría decir, sin miedo a equivocarme, que el estrés / nervios / ansiedad / ataques de pánico cuando ese hombre pisa la oficina, que cada miembro del estudio de abogados donde trabajo siente, es inversamente proporcional al tiempo que lleva trabajando para él: a las secretarias, a quienes les prendería una vela en un altar, con sus alrededor de 30 años en esa oficina, ya no se les mueve un solo pelo ante su presencia. A mí, con menos de tres meses ahí, se me escarapela la piel con solo verlo, aun que lo disimulo bien gracias a mi carácter tan rebelde y orgulloso (y a que estoy bañada en aceite, claro).

Recuerdo que cuando comencé a trabajar ahí, a inicios de marzo de este año, me divertía contándole a todo el mundo respecto a lo que para mí eran, aún, graciosas anécdotas: que habla hasta por los codos y no nos deja avanzar, que repite todo cinco veces, que se confunde de nombres, que nos da charlas de una hora respecto a la diferencia entre decir sino y si no o entre indeed e in fact. (si no las saben, pregúntenme! Les explicaré feliz! Jaja).

Pero a la par que mi enamorado sonreía creyendo que mis historias eran parte de mi natural forma de exagerarlo todo, yo me iba convenciendo de que ese hombre no era un simple viejito renegón: resultó ser un hombre atormentado por fantasmas, con delirio de persecución, con una necesidad de atención y reconocimiento sobresaliente y con una capacidad para pelearse hasta con la misma Madre Teresa de Calcuta. Todo un caso de estudio clínico, para decirlo de otra manera.

Por eso, desde entonces, he tratado de ser más cauta. Hacer mi trabajo y, en la medida de lo posible, darle siempre por su lado.

Sin embargo, me parece irónico decir eso ahora, en la medida que la semana pasada, justamente, discutí con él (o mejor dicho, el discutió conmigo) y no pude quedarme callada y ante sus cuestionamientos agresivos, obtuvo respuestas similares. Y sé que por ello ahora él está menos feliz conmigo que con nadie, pero no me arrepiento. Hice y dije lo que tenía que hacer y decir.

Y bueno, como todas, esta semana será para mí otra incógnita. Por lo pronto, me doy por bien servida con todo lo que puedo absorber de conocimientos en el día a día, que dicho sea de paso, no es poco. Porque si bien mi jefe está loco, es la primera vez que siento que me gusta el trabajo que hago. Así que, aunque me cueste reconocerlo, tengo que aceptar que mientras él no se raye y me bote de la oficina, yo seguiré ahí, aprendiendo, fiel al castigo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario