Hace unos días, mientras compartíamos comida, bebida y conversación interesante con un grupo de amigos, como quien no quiere la cosa, uno de ellos soltó un: “y por qué no escribes de la vida en CRUSA”?
Valgan verdaderas, que no se me había ocurrido en absoluto
hacerlo. Pero valgan segundas verdades que, después de su comentario, me quedé
pensando que tal vez si habría mucho que escribir sobre este lugar alejado que
ha sido mi hogar durante los últimos cuatro meses.
En CRUSA se respira paz. No hay bulla, no hay alboroto, todo
siempre está en calma. Amanece, atardece y oscurece en calma. Yo soy bulliciosa
por naturaleza, la calma puede a menudo abrumarme. Pero he aprendido a
aceptarla y hasta quererla. Nada perturba mi sueño en las mañanas, salvo,
quizás, el silbido de algún pajarito o el vibrador de mi celular (o del de
alguna compañera!).
Quizás también por esta vida tan quieta que me ha ofrecido
este lugar, ocurre que mis horarios están tan distorsionados. Aquí mi día
empieza al medio día y termina a las tres o cuatro de la madrugada. Sin ningún
esfuerzo. Sin ninguna intención de mi parte. Sin ningún problema dando vueltas
en mi cabeza. De la forma más natural mis horarios se armaron así y ahora, cómo
me está costando modificarlos. Claro que parte de la culpa la tiene también el
hecho de que llego de clases a las 10.30pm, con lo que entre cocinar, comer,
cambiarme y revisar mi mail, ya pasó lejanamente la media noche.
En CRUSA tengo un departamento pequeño y acogedor, que solo
comparto con una compañera. Aunque hace poco nos mudaron de casa para hacer
mantenimiento a la que teníamos inicialmente, y hemos encontrado algunos
defectos en este segundo hogar, creo que en líneas generales me gusta mi lugar.
Mi habitación tiene una forma extraña que me perturbó al comienzo, pues es
demasiado alargada, pero tan evidente es que los seres humanos somos seres de
costumbres, que ahora ya no quisiera cambiar a una más cuadrada y “normal”.
La convivencia con mi compañera es muy sana. Nadie jode a
nadie. Cada una hace lo suyo. No hay críticas, no hay pleitos, no hay problemas
de comunicación. Las cosas se dicen siempre, las risas no faltan, los espacios
se respetan y así andamos tranquilas y contentas en nuestra sana convivencia.
Mis vecinas también son geniales. Recuerdo a mi llegada –
solitaria – escribí públicamente en fb si había alguien más en CRUSA “disponible”
para hacer algo. Fueron las primeras en contestar. Las conocí ese mismo día, y
al cabo de unos pocos días más, ya las quería. A través de ellas conocí a los
chicos de otra de las casitas, con quienes, a punta de conversaciones absurdas
sobre el significado de las palabras en cada uno de nuestros países, y las
frases llenas de doble sentido patrocinadas por las pequeñas colombianas, hemos
formado una pequeña (y muy bonita) familia multi cultural.
Esta semana, motivada por mis vecinas justamente, decidí
empezar a ir al gimnasio al que ellas asisten regularmente hace ya un par de
meses. Me gustó. Me gustó levantarme más temprano, tener más vitalidad al medio
día, sentir que las horas duraban un poco más. Me gustó ver la luz del día
desde la mañana, sentirme un poco más viva.
Porque como todos los que me conocen saben, no ha sido una
etapa fácil. Pero nunca voy a dejar de repetir que tengo una suerte única.
Suerte de tener un lugar apacible, donde nada ni nadie perturba mi tranquilidad
diaria. Suerte de tener un espacio propio, mío, donde hacer introspección,
dónde sanar heridas. Suerte de haber conocido a mi compañera, mis vecinas, los
chicos de la casa al frente de la cancha de tenis, que me sacan de esa introspección
con su alegría y llevan los momentos de ocio a risas tan sonoras que hacen de
esos momentos una felicidad inexplicable en palabras.
Nada sustituye el estar en casa, con tu familia. Pero
pensándolo desde la perspectiva del vaso medio lleno en vez de medio vacío,
nada sustituye tampoco la experiencia de estar – nuevamente – al otro lado del
mundo, y disfrutar de esa experiencia plenamente, al margen de las piedras –
grandes o pequeñas – que se hayan puesto, o que alguien nos haya puesto en el
camino.
No sé si esto era lo que mi amigo esperaba que escriba de
CRUSA. Pero sí estoy segura que esto es lo que CRUSA – y sus habitantes – han significado
para mí en estos cuatro meses. Esto es lo que ha sido mi burbuja, mi hogar. Y
aunque lo seguirá siendo unos pocos meses más, ya lo empiezo a extrañar.
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