lunes, 28 de mayo de 2012

La intolerancia de exigir tolerancia



Tengo un amigo, que más bien es solo pata, que hace un tiempo aceptó libre y públicamente que es homosexual. Voy a llamarlo Paco. Y si me permito hablar tan libremente del tema de Paco por este medio público, es justamente porque sus tan expresivas formas de hacer permanentemente pública su vida de pareja, son las que motivaron este post.

Hace unos días conversaba con otro amigo vía skype (o algo similar), y le comenté – algo avergonzada incluso – que me incomodaban cada vez más ciertos comentarios, a mi parecer excesivamente cariñosos/melosos/generadores de diabetes casi, que le hacía Paco a su enamorado. E hice la siguiente acotación posterior: dime intolerante o lo que quieras, pero esa es la verdad.

No me malentiendan: cuando Paco me contó directamente sobre sus preferencias sexuales, me pareció absolutamente normal. Incluso genial que lo aceptara tan tranquilamente en un país tan conservador como el nuestro y fuera feliz con esa realidad. Lindo chico, por cierto.

Sin embargo, si bien ya no tengo mayor contacto con él, cada día, a cada momento, me encuentro en mi muro con status tan cursis que bordean el ridículo. Tan cursis que he llegado a pensar que no son otra cosa que una forma caleta (aunque muy consciente) de llamar la atención, de dar que hablar. Y yo ya no lo soporto. Tan es así, que ya eliminé la posibilidad de que cualquier publicación que haga Paco aparezca en mi muro.

No, mí querido amigo/pata/conocido. No me jode que seas homosexual. Me jode tu terrible necesidad de hacer una especie de circo de ello. Y sí, me adelanto a responder. También me jode cuando parejas heterosexuales convierten sus sentimientos en algo tan rutinario y trivial que deja de importar que todo el universo facebookiano sea espectadora en primera fila de esas emociones. Pero si pues, y no pido perdón por pensarlo, me jode un poco más en el caso de que sean dos hombre los emisores/receptores de los mensajes. Falta de costumbre, imagino. Pero si yo respeto su opción, no siendo capaz jamás de señalar con el dedo a nadie, ¿ por qué no respetan ellos la mía de no querer enterarme de lo que ocurre en su vida privada?.

Voy a volver al planteamiento que sugiere el título de esta entrada, porque ya me estoy perdiendo un poco. Como decía, le comenté a mi otro amigo vía skype sobre esta incomodidad que tan exhaustivamente ya describí por aquí. Y su respuesta fue absolutamente esclarecedora.

Dicho en palabras simples: en nombre de la tolerancia, se me está obligando a ser tolerante, en los términos que esa gente tan (poco) tolerante, define la tolerancia.  

Para mí, ser tolerante es aceptar, respetar y no discriminar a Paco, de ninguna forma, por su opción sexual. Es verlo de igual a igual. Es entender que esa diferencia, no hace realmente ninguna. Pero no significa en absoluto que yo deba sentirme cómoda leyendo cuanto ama a su bebito hermoso, ni cuanto extraña a su corazoncito de melocotón.  Y ello no me vuelve intolerante.

Todo lo contrario: quienes sean capaces de señalarme como intolerante por haber eliminado las publicaciones de Paco de mi muro, no están respetando mi propia opción. Me están obligando. Me están imponiendo un único punto de vista: el ser tolerante.

Y en nombre de la tolerancia, justamente, debería yo tener derecho a no serlo.

martes, 22 de mayo de 2012

Los amigos que perdí


Las diferencias económicas. La popularidad de una de ellas. Los gustos distintos. La otra niña celosa. El chisme malintencionado. La malicia escondida. La inocencia tergiversada.  El polo con el angelito blanco. El diario que leí a escondidas. La profesora de matemáticas confidente. El dicho, tan cierto, de que dios las crea y ellas se juntan.

El mejor amigo de primaria. Las risas permanentes. El exceso de expresividad. Los primeros abrazos. Las primeras nuevas sensaciones. El primer amor infantil. La amistad malinterpretada. El bus a Lunahuaná. El llanto de regreso. El apodo tan bien ganado.

El mejor amigo de secundaria. Las jaladas al paradero. Las largas horas en el teléfono. Los consejos para conquistar a su primer amor. Las miradas cómplices. Los juegos de manos. El desmayo en las escaleras. La mandíbula rota. Su apoyo incondicional. La fiesta de pre y la fiesta de prom. Los partidos de fútbol. Los entrenamientos de vóley. Las cartitas llenas de colores. Los chismes en media clase. Las botadas del salón. Las malas interpretaciones. El corte inminente.

La antipatía inicial. La ropa de niña fresa. El acercamiento involuntario. Sus problemas familiares. Mi sensibilidad natural. La amistad incipiente. Los alcahueteos para verLO. La confianza creciente. Los divertidos recreos en el patio. El viaje a Estados Unidos. El adiós que no fue.

Los primeros días en la universidad. Mi poca sociabilidad. Su sonrisa dulce. Mi apariencia de chica superada. Su facilidad para leer a las personas. Nuestra obvia inteligencia. Los trabajos en grupo. Las tardes en su depa. Su hermano mayor. La atracción inmediata. El resultado temido. Mi cambio de carrera. Su cambio de universidad.

El nuevo trabajo. El miedo a no encajar. Su rostro tan gracioso. Mi risa descontrolada. Su compañía permanente. Los expedientes interminables. Las horas de almuerzo anheladas. Los paseos por el malecón. Los besos robados. Los otros planeados. La indecisión macabra. El miedo a perder. La beca salvadora. Mi viaje a Madrid. El suyo a buenos aires. El reencuentro esperado. El árbol de navidad. Esa película italiana en el suelo de mi sala de estar.

La indiferencia inicial. La casualidad del amigo en común. El invierno de 2010. Las noches de sargento.  Las botellas de wiski que vaciamos.  Las tertulias de las tardes. Los bailes en su sala. Sus estudios para el título. El éxito final. El distanciamiento inconsciente. El reclamo posterior. El malentendido por nextel. Su lamentable decisión.

Los años de periodismo. Las noches de estudios en mi casa. El café y los chocolates. El cambio de carrera. Su graduación. La mía. Los encuentros esporádicos. La genialidad de esos encuentros. La noche del cumpleaños. El polo prestado. Mi premura por su devolución. Su indiferencia a mis pedidos. La entrega furiosa.   El mutuo resentimiento.

domingo, 13 de mayo de 2012

Ok, boss.


Hace mucho tiempo que tenía pendiente este post porque, sin ninguna duda, mi jefe ya se merece uno. Se lo debo. Se lo ha ganado.

No sé cómo lo describiría: físicamente es gordo, feo, viejo, y siempre anda con el ceño fruncido, de mal humor. Más o menos como el padre de Homero Simpson.



Emocionalmente, su personalidad, su filosofía de vida, es todo un tema del que se podría discutir por horas.
Trabajar para mi jefe es tener 10 horas de estrés al día, las cuales se inician desde el minuto en que piso la alfombra de esa oficina a las 9 de la mañana, aproximadamente. Se interrumpe por una gratificante hora en la que salgo a comer algo, tomar una bebida, o simplemente respirar un poco de aire no contaminado de estrés. De regreso, a las 2 de la tarde más o menos, nuevamente mi cuerpo se tensa, mis nervios se escabullen, mi tranquilidad huye despavorida y no regresa hasta un poco después de las 7 de la noche, hora en la que, sintiéndome cual sobreviviente, emprendo el regreso a casa.

Al día siguiente, la historia se repite, con mínimas variaciones de intensidad.

Lo peculiar de todo esto es que, aparentemente, todo es cuestión de costumbre. Creo que podría decir, sin miedo a equivocarme, que el estrés / nervios / ansiedad / ataques de pánico cuando ese hombre pisa la oficina, que cada miembro del estudio de abogados donde trabajo siente, es inversamente proporcional al tiempo que lleva trabajando para él: a las secretarias, a quienes les prendería una vela en un altar, con sus alrededor de 30 años en esa oficina, ya no se les mueve un solo pelo ante su presencia. A mí, con menos de tres meses ahí, se me escarapela la piel con solo verlo, aun que lo disimulo bien gracias a mi carácter tan rebelde y orgulloso (y a que estoy bañada en aceite, claro).

Recuerdo que cuando comencé a trabajar ahí, a inicios de marzo de este año, me divertía contándole a todo el mundo respecto a lo que para mí eran, aún, graciosas anécdotas: que habla hasta por los codos y no nos deja avanzar, que repite todo cinco veces, que se confunde de nombres, que nos da charlas de una hora respecto a la diferencia entre decir sino y si no o entre indeed e in fact. (si no las saben, pregúntenme! Les explicaré feliz! Jaja).

Pero a la par que mi enamorado sonreía creyendo que mis historias eran parte de mi natural forma de exagerarlo todo, yo me iba convenciendo de que ese hombre no era un simple viejito renegón: resultó ser un hombre atormentado por fantasmas, con delirio de persecución, con una necesidad de atención y reconocimiento sobresaliente y con una capacidad para pelearse hasta con la misma Madre Teresa de Calcuta. Todo un caso de estudio clínico, para decirlo de otra manera.

Por eso, desde entonces, he tratado de ser más cauta. Hacer mi trabajo y, en la medida de lo posible, darle siempre por su lado.

Sin embargo, me parece irónico decir eso ahora, en la medida que la semana pasada, justamente, discutí con él (o mejor dicho, el discutió conmigo) y no pude quedarme callada y ante sus cuestionamientos agresivos, obtuvo respuestas similares. Y sé que por ello ahora él está menos feliz conmigo que con nadie, pero no me arrepiento. Hice y dije lo que tenía que hacer y decir.

Y bueno, como todas, esta semana será para mí otra incógnita. Por lo pronto, me doy por bien servida con todo lo que puedo absorber de conocimientos en el día a día, que dicho sea de paso, no es poco. Porque si bien mi jefe está loco, es la primera vez que siento que me gusta el trabajo que hago. Así que, aunque me cueste reconocerlo, tengo que aceptar que mientras él no se raye y me bote de la oficina, yo seguiré ahí, aprendiendo, fiel al castigo.