domingo, 2 de octubre de 2011

Las decisiones no elegidas



Hace 25 años, un 18 de agosto, yo nací y nadie me preguntó como quería llamarme. Nunca me enteré hasta varios años después, en que todos se referían a mí como “Katia”. Hubiera preferido algo distinto, como Camila, pero mi mamá decidió bautizarme con el mismo apelativo de un cohete que fue lanzado al espacio días antes de mi nacimiento.

Cuando cumplí 6 años me hicieron una fiesta en “El Rancho”. En una de esas cabañitas que hoy ya no existen. Era mi primera fiesta de cumpleaños en la que podía invitar a mis amigos del colegio. Todo un acontecimiento. No recuerdo claramente el lugar, ni las golosinas servidas, ni como lucían mis amigos hace tantos años. No recuerdo si me divertí, ni tampoco si me dieron muchos regalos y menos cual fue mi preferido. Solo recuerdo el enorme susto que me llevé cuando vi a la horrorosa “Chilindrina” que habían contratado mis padres para animar mi fiesta. No entiendo cómo pudieron hacerme eso. Era fea, tenía dos colas demasiado largas en el cabello, demasiadas pecas falsas en la cara y unos dientes destartalados que para qué les cuento. La graciosa niña de la televisión que me hiciera reír al poco tiempo y por tantos años al ver “El Chavo”, quedó para siempre estigmatizada para mí, porque siempre evocaba, aún entre risas, la escalofriante imagen de ese personaje de mi primera matiné en El Rancho.

Desde que tengo uso de razón, hasta que cumplí aproximadamente 12 años, la costumbre familiar era pasar los domingos en el Club El Bosque. No niego que me encantaba pasar los días en la piscina, comiendo parrilla, meciéndome en las hamacas. Pero había algo que malograba tan bonito cuadro: la idea de la obligatoriedad de esos paseos, de mi nulo poder de decisión. Sí, la mayoría de las veces era genial, pero las otras, sin embargo, tampoco eran negociables. No importaba si había amanecido de mal humor, o si tenía sueño y solo quería quedarme en cama todo el día, o si no me daba la gana de ver el sol. Era la costumbre y punto. Irónicamente, hoy quisiera ir al club al menos de vez en cuando, pero por un tema de edad, ya no soy bienvenida sin presencia de los “socios titulares”, es decir, mis padres. Esos mismos padres que ya ni recuerdan lo que era El Bosque. Y eso tampoco lo decidí yo.

Nunca elegí estudiar en un colegio de monjas alemanas. Pero pasé 13 años de mi vida estudiando 6 horas semanales de alemán. Aprobé con excelentes resultados los exámenes internacionales que me certificaban como apta para hablar fluidamente el idioma con cualquier alemán que se cruzara en mi camino. ¡Qué tremendo orgullo! Lamentablemente (como bien asumirán), jamás me crucé a ningún alemán en mi ciudad.. Incluso, cuando viaje a Europa, incluida Alemania, mi anfitriona era una alemana que hablaba español mejor que yo.  No hizo falta una sola palabra de esfuerzo. Tal vez me faltó el valor para mandarme y hablar. Preguntar algo a cualquier transeúnte. Lanzar cualquier frase al aire y esperar la crítica. Y luego, en Marruecos, cuando finalmente creí que había llegado mi oportunidad al ver que mis compañeros de cuarto eran 2 alemanes, resulta que estos tenían un inglés envidiable y preferían practicarlo en vez de ayudarme a practicar mi ya bastante olvidaba segunda lengua. Curiosamente, una noche, jugando “nervioso” (ese juego de cartas en que las arrojas una a una mientras las cuentas, y debes colocar tu mano sobre ellas si coincide el número que cantas con la carta que botas), los convencí de contar en alemán. Aceptaron entre risas, como sabiendo que había un asunto personal en mi petición. Y sonrieron gratamente cuando me oyeron pronunciar sin dificultad. Al fin demostré que, tras 13 años de esfuerzo, era capaz de contar hasta 13 en alemán. ¿Qué lechera, no?

El martes último llegué a trabajar a las 8:26am y me enteré, por un correo electrónico, que estaba inscrita en un campeonato de paintball. Nadie me preguntó. Lo que sí, me advirtieron que no había forma de des-inscribirme sin arruinar la participación de los otros 9 integrantes del equipo. Presión social, creo que le llaman. Ni modo. ¿Caballero pues, no? A lanzar balines de pintura este 22 de octubre y rezarle a todos los santos porque ninguno me alcance. O cruzar los dedos. O suplicar clemencia si alguien me acorrala. Para que preocuparme si, finalmente, eso tampoco lo decido yo. 

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