miércoles, 4 de julio de 2012

Crónica de mi viaje a Marrackech - Parte 2


Me levanté con un hambre voraz luego de mis 4 horas de sueño, pero sobretodo, con unas ansias terribles de salir a pasear por la ciudad.

Lo primero que hice fue ir en busca de aquella punta que había visto a lo lejos, apenas bajé del bus que me transportó desde el aeropuerto. Era sin duda el edificio más alto de la ciudad, y yo quería llegar a él.


Sin embargo, las 8 cuadras aproximadamente que me separaban de mi destino, no fueron fáciles de recorrer. Jamás imaginé, por ejemplo, que me iba a chocar un burro por la espalda (sí, uno de 4 patas y pelo gris), pues transitaba por la misma vía que yo, de la forma más natural, casi casi pidiendo permiso para pasarme.

Aunque los burros no lograron intimidarme tanto como los carros. A éstos últimos tenía, literalmente, que torearlos, pues se confundían con las personas en las vías sin ningún orden. Recuerdo siempre haber pensado que los choferes en el Perú no respetan a los peatones, que las calles son un desorden total. Pues me retracto: al lado de los choferes y las calles marroquíes, andar por el Perú en bicicleta y con una venda en los ojos resultaría ser una experiencia 100% segura.

Cuando finalmente llegué a mi destino, al fin me sentí a salvo. Ese edificio que había visto a lo lejos era parte de la mezquita más importante de Marrackech, la mezquita Kutubia. Sin embargo, no me duró mucho la emoción pues – tonta yo por no pensarlo antes – el ingreso a la misma estaba prohibido para los no musulmanes, ya que se utilizaba como centro de culto.


Pero como preguntando se llega a Roma, cerquita nomás estaba el Palacio Bahía, lugar en el que, por solo 10 dirhams (aproximadamente 1 euro), pude disfrutar de un largo paseo entre los amplios pasadizos de esta construcción que resultó ser toda una joya arquitectónica. ¿Lo mejor? Las divertidas habitaciones en las que me sentí rizitos de oro visitando la casa / la cama / el comedor del oso papá. Para quienes no estén familiarizados con los cuentos, las fotos de abajo dejarán claro el tema.





Saliendo del Palacio Bahía, decidí ir en busca de mi almuerzo, siendo ya casi las 4pm. Pensaba comer algo muy típico, pues me habían dicho que la comida marroquí era bastante buena. Sin embargo, media hora más tarde, este fue mi almuerzo:


No, no fue porque me dio un repentino deseo de consumir grasa, sino porque tuve una inminente necesidad de refugiarme en un espacio internacional. De sentirme un poquito menos lejos.

Y ese sentimiento extraño tampoco fue gratuito. Acababa de experimentar una sensación de asfixia, de acoso involuntario, de encierro. Me habían advertido que los comerciantes marroquís podían ser molestos con su insistencia por vender mercadería, pero de ahí a que me jalen, me tomen la mano y no la suelten y me sigan cuadras enteras convenciéndome  de tomar té de menta en sus casas en todos los idiomas (sí, si no les contestas en español te hablan en inglés, y si no en francés, y seguro en otros idiomas más, pero yo no supe identificarlos), fue demasiado. Sentí miedo y ver un Kentucky Fried Chicken, por alguna razón que aún hoy no me queda clara, fue mi alivio.

Terminando de comer vi que comenzaba a oscurecer, y si bien mi primer impulso fue regresar a mi riad de inmediato, decidí finalmente ir en busca de un amigo mexicano que me había dicho que llegaba ese día y que se alojaría en un riad cercano al mío. Lamentablemente, el laberinto de calles sin ninguna señalización me jugó una nueva mala pasada y terminé cometiendo el error de pedirle a un niño – de unos 7 años – que me guiara a la dirección que tenía apuntada en la palma de mi mano.

Al único lugar al que me llevó ese pequeño desgraciado fue la tienda de un tío suyo, con el único propósito de que, una vez ahí y ante la insistencia/acoso/asfixia por parte de los vendedores, de las cuales ya les hablé líneas arriba, optara por comprar alguna mercancía de la tienda. Pero necia yo, no compré nada y salí disparada huyendo rumbo a mi riad.

Afortunadamente, al pasar por la plaza Jamaa el Fna no pude evitar olvidar todo el temor que había sentido y terminé perdiéndome entre los puestitos de comida ambulante, tan llenos de luces y aromas exquisitos. Mi corazón dejó de latir a mil por hora y me senté en una carretilla, calmadísima, exactamente en el centro de la plaza, a comer una especie de empanada muy crocante con pollo, verduras y muchos condimentos, y a observar el movimiento, observar a Marrackech en todo su esplendor.




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