Me levanté con un hambre voraz
luego de mis 4 horas de sueño, pero sobretodo, con unas ansias terribles de
salir a pasear por la ciudad.
Lo primero que hice fue ir en
busca de aquella punta que había visto a lo lejos, apenas bajé del bus que me
transportó desde el aeropuerto. Era sin duda el edificio más alto de la ciudad,
y yo quería llegar a él.
Sin embargo, las 8 cuadras
aproximadamente que me separaban de mi destino, no fueron fáciles de recorrer.
Jamás imaginé, por ejemplo, que me iba a chocar un burro por la espalda
(sí, uno de 4 patas y pelo gris), pues transitaba por la misma vía que yo, de
la forma más natural, casi casi pidiendo permiso para pasarme.
Aunque los burros no lograron
intimidarme tanto como los carros. A éstos últimos tenía, literalmente, que
torearlos, pues se confundían con las personas en las vías sin ningún orden. Recuerdo siempre haber pensado que los
choferes en el Perú no respetan a los peatones, que las calles son un desorden
total. Pues me retracto: al lado de los choferes y las calles marroquíes, andar
por el Perú en bicicleta y con una venda en los ojos resultaría ser una
experiencia 100% segura.
Cuando finalmente llegué a mi
destino, al fin me sentí a salvo. Ese edificio que había visto a lo lejos era
parte de la mezquita más importante de Marrackech, la mezquita Kutubia. Sin
embargo, no me duró mucho la emoción pues – tonta yo por no pensarlo antes – el ingreso
a la misma estaba prohibido para los no musulmanes, ya que se utilizaba como centro de culto.
Pero como preguntando se llega a
Roma, cerquita nomás estaba el Palacio Bahía, lugar en el que, por solo 10
dirhams (aproximadamente 1 euro), pude disfrutar de un largo paseo entre los
amplios pasadizos de esta construcción que resultó ser toda una joya
arquitectónica. ¿Lo mejor? Las divertidas habitaciones en las que me sentí rizitos
de oro visitando la casa / la cama / el comedor del oso papá. Para quienes no estén
familiarizados con los cuentos, las fotos de abajo dejarán claro el tema.
Saliendo del Palacio Bahía, decidí ir en busca de mi almuerzo,
siendo ya casi las 4pm. Pensaba comer algo muy típico, pues me habían dicho que
la comida marroquí era bastante buena. Sin embargo, media hora más tarde, este
fue mi almuerzo:
No, no fue porque me dio un repentino deseo de consumir
grasa, sino porque tuve una inminente necesidad de refugiarme en un espacio internacional. De sentirme un poquito
menos lejos.
Y ese sentimiento extraño tampoco fue gratuito. Acababa de
experimentar una sensación de asfixia, de acoso involuntario, de encierro. Me
habían advertido que los comerciantes marroquís podían ser molestos con su
insistencia por vender mercadería, pero de ahí a que me jalen, me tomen la
mano y no la suelten y me sigan cuadras enteras convenciéndome de tomar té de menta en sus casas en todos los idiomas (sí, si no les contestas en
español te hablan en inglés, y si no en francés, y seguro en otros idiomas más,
pero yo no supe identificarlos), fue
demasiado. Sentí miedo y ver un Kentucky Fried Chicken, por alguna razón que
aún hoy no me queda clara, fue mi alivio.
Terminando de comer vi que comenzaba a oscurecer, y si bien
mi primer impulso fue regresar a mi riad de inmediato, decidí
finalmente ir en busca de un amigo mexicano que me había dicho que llegaba ese
día y que se alojaría en un riad
cercano al mío. Lamentablemente, el laberinto de calles sin ninguna señalización
me jugó una nueva mala pasada y terminé cometiendo el error de pedirle a un
niño – de unos 7 años – que me guiara a la dirección que tenía apuntada en la
palma de mi mano.
Al único lugar al que me llevó ese pequeño desgraciado fue la tienda de un tío suyo,
con el único propósito de que, una vez ahí y ante la insistencia/acoso/asfixia
por parte de los vendedores, de las cuales ya les hablé líneas arriba, optara por comprar alguna mercancía de la tienda. Pero necia yo, no compré nada y salí
disparada huyendo rumbo a mi riad.
Afortunadamente, al pasar por la plaza Jamaa el Fna no pude evitar olvidar todo el temor que había sentido y terminé perdiéndome entre los puestitos de comida ambulante, tan llenos de
luces y aromas exquisitos. Mi corazón dejó de latir a mil por hora y me senté
en una carretilla, calmadísima, exactamente en el centro de la plaza, a comer una especie de
empanada muy crocante con pollo, verduras y muchos condimentos, y a observar el
movimiento, observar a Marrackech en todo su esplendor.
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