domingo, 24 de junio de 2012

Crónica de mi viaje a Marrackech - Parte 1

Nunca pensé estar en África. Menos aún a los 23 años. Pero como parte de esas decisiones que se toman en un segundo, sin pensarlo mucho (nada), terminé visitando Marrackech,  ubicada al sur de Marruecos, y  considerada una de las ciudades más importantes de ese país.

Y nuevamente por azahares del destino – y por harta necedad de mi parte que hizo caso omiso a las varias personas que me aconsejaron no hacerlo – terminé viajando sola a esta ciudad predominantemente musulmana, donde las mujeres marroquís andan con los rostros cubiertos y donde las mujeres extranjeras son vistas como “fáciles y accesibles”.

Decidida a no dejarme influenciar por lo que me decían, investigué lo que pude, armé una maleta pequeña con la ropa más recatada posible considerando el calor africano, y me aventuré a conocer, desde cero, sin prejuicios, este lugar que a mis ojos era recóndito y misterioso.


Llegue a Marrackech un jueves, y fiel a mis investigaciones tomé un ómnibus en la puerta del aeropuerto esperando bajarme en la plaza / mercado tradicional más grande del país, el Djemaa el Fna. Toda la zona vieja de Marrackech, denominada “la medina” gira alrededor de esta plaza: todos los lados, menos uno, están rodeados de zocos, que son mercadillos al aire libre donde se practica la principal actividad de la ciudad: el comercio.





Pero los zocos son solo un detalle dentro de todo lo que ocurre en la plaza Djemaa el Fna: allí, en las noches, todo se llena de puestos de venta de comida al paso (deliciosa y muy cómoda), de mujeres que quieren leerte las manos, de hombres que encantan serpientes con una flauta, de cuenta cuentos, de bailarines, de músicos. Todo un espectáculo encantador, tan distinto a cualquier lugar en el que haya estado antes.

      

Pero cuando el mercadito se apaga, la medina puede ser escalofriante. No hay una sola luz en las calles, y los pobladores de la ciudad, si bien inofensivos, pueden llegar a ser terriblemente molestos si eres una mujer andando sola.

Y así me lo advirtió el dueño del riad donde me alojé. Los riads son los alojamientos típicos de la ciudad, casas tradicionales con un patio en el medio y habitaciones alrededor de éste. Suelen tener varias plantas y una terraza en la azotea. Están ubicados en la zona de la medina, y se dice que es en ellos en donde los viajeros podemos realmente respirar la cultura marroquí. Y si bien en internet leí que era más seguro alojarse en la zona moderna, con alojamientos tipo hoteles de cualquier ciudad, leí también que eran los riads la opción correcta si quería sentirme como en cuento, de regreso en el tiempo.  Y por eso los elegí.


Afortunadamente, tras 1 hora de caminata intentando encontrar la dirección de mi Riad en el entramado de callejuelas desordenadas que componen la medina, me recibió un hombre amable y acogedor, quien me sirvió un delicioso té de menta a mi llegada (peculiarmente servido desde lo alto, para que se formen las burbujas en el vaso) y quien me explicó también en un mapa como llegar a los lugares que no debía dejar de visitar, a la par que me hacía todas las recomendaciones y advertencias necesarias para poder disfrutar plenamente mi estadía.  Además, y en un gesto que nunca olvido, frente a mi pregunta por un lugar de fácil acceso en el que pudiera conseguir algo rápido de comer, su respuesta fue inmediata: “the kitchen”. Me ofreció un desayuno típico y gratis: pan horneado en fogones, mantequilla y miel. Delicioso.
















Recuerdo que eran las 10am, y como la noche anterior no había dormido pues mi vuelo partió de Madrid rumbo a Marrackech a las 5:30am, lo primero que visité fue mi cuarto – por el que pagué 9 euros la noche, compartido con otras 3 personas -  para tomar una siesta de casi 4 horas.


Al levantarme sonriente, pensando en la pequeña aventura que acababa de tener buscando mi Riad, no sabía aún que faltaban muchas otras pequeñas aventuras en mi prima visita al continente africano.


miércoles, 20 de junio de 2012

Reflexiones sobre los horarios laborales



Que maravilloso sería trabajar solo tres días a la semana. Maravilloso salir de casa a las 7am y volver a las 10pm esos tres días. Maravilloso que yo trabaje los lunes, miércoles y viernes, y que mi mamá/hermana/esposo trabajen martes, jueves y sábado.

Ni que decir de lo increíble que me resulta pensar en que, al hacer en 3 días todo el trabajo que hago hoy en cinco días, tendré más presión, más estrés, mas amanecidas para estar al día. Tendré además tres buenos días sin desayuno y tres buenas noches sin un beso reparador.

Recibiré un menor sueldo, a pesar de que trabajaré – aunque no formalmente – la misma cantidad de horas. Pero eso no importa: tener cuatro días a la semana libres bien lo valen. Como no agradecer tener cuatro días que se volverán más cortos cuando me acostumbre a levantarme al medio día, pues no tengo que llegar al trabajo.

Gracias señor Carlos Slim por abrir la puerta a la opción de que haya mayores puestos de trabajo, aunque peor pagados.

Dejando el sarcasmo de lado, creo que la propuesta del Sr. Slim no es del todo jalada de los pelos. Tener cuatro días libres a la semana me permitiría, por ejemplo, escribir una novela. Si tuviera hijos, me permitirían pasar más tiempo con ellos. Podría tener más hobbys, ver más películas, leer más libros, aprender a cocinar.

Sin embargo, creo que el tema no es tan simple. Me pregunto cuantas personas harán algo productivo con sus cuatro nuevos días libres. Y al decir productivo, no me refiero obviamente a conseguir un nuevo empleo, pues la propuesta perdería todo sentido. Me refiero más bien a nutrirse como personas. A crecer. A hacer todo aquello que hoy no hacemos, y de lo cual le echamos la culpa – tan sueltos de huesos – a la falta de tiempo.

Me ha pasado – y creo que a todos – que los días de vacaciones son los más improductivos de todos. Tenemos hasta nuestra lista de todo lo que haremos en esos maravillosos días en los cuales tendremos “tanto tiempo libre” para ponernos al día con los pagos, con las visitas a las amigas, con la limpieza de la casa, con la peluquería. Pero pocos días nos toma darnos cuenta que lo único que gana horas es el sueño y la televisión.

Los días se vuelven más cortos, aceptémoslo. Nuestro cerebro se vuelve más lento, más flojo. ¿Por qué creen que mientras trabajan se acuerdan de las mil y una cosas que tienen pendientes por hacer, y cuando llegan a casa o tienen un día libre o llega el fin de semana, dormir o quedarse en pijama todo el día parece volverse más importante?.

No voy a meter a todos en el mismo saco. Seguro que hay personas que se levantan a las 7am tengan o no que ir a trabajar y van al banco a hacer pagos y visitan a sus amigas y limpian su casa y se hacen la permanente en el cabello en sus días de vacaciones. Pero no creo que sea el caso de la mayoría.

El trabajo nos ocupa, nos da sentido, nos plantea retos, nos encamina. Nos da un motivo, aunque no sea el único.
Recuerdo justo que en un curso de política económica que llevé en mi breve paso por Madrid, nos pasamos 4 horas enteras analizando como el desempleo que azotaba (y azota) España había tenido como principal efecto colateral la depresión (en el sentido clínico del término) de los desempleados. Y es indispensable precisar, para entender la idea, que el gobierno español otorga una pensión por desempleo: si, plata sin chamba. No, eso no basta.

El Sr. Slim sustentaba su propuesta señalando que la finalidad de tal idea, además de generar más puestos de trabajo, era “tener libres otros cuatro días y dedicarlos a la familia, a innovar, cultivarse o a crear”.

Suena genial, pero no creo que sea el camino correcto. El trabajo se vuelve una rutina y la rutina nos da disciplina. Si trabajara solo tres días a la semana, estoy segura que los otros cuatro se volverían igualmente dos, descontando todo el tiempo que perdería haciendo NADA.

En cambio, me gustaría proponer una variable. ¿No sería genial enfocar nuestra atención en que las jornadas laborales sean de 8 horas – sí, en la realidad y no solo en la teoría – para que cada día, además de tener la motivación y la disciplina que significa el trabajo, tengamos horas para dedicar a “la familia, a innovar, cultivarse o crear”?.

Con ello, los días seguirían empezando temprano (y por ende serían más productivos), no trabajaríamos hasta quedar exhaustos física y mentalmente tras 10 o 12 horas de trabajo (como ahora) y en consecuencia, podríamos llegar a casa con ánimos de compartir, de escribir, de leer, de hacer ejercicios, y no solo de dormir.