martes, 20 de marzo de 2012

Mea Culpa

No lloré el primer día en que fui al nido, pero si muchos posteriores. Me sentía rara porque sabía más que los niños de mi edad, y me sentía fea por ser mas morena que mis dos hermanos. Incluso lloré pensando que mis papás me querían menos por esa razón cuando tenía 7 años. Nunca me atreví a hablar del tema con ellos. No recuerdo como lo superé, pero el asunto nunca volvió a preocuparme.

En el colegio nunca fui una chica chévere. Fui sana, tranquila, chancona. No era punto de joda ni miss simpatía, ni odiada, ni demasiado querida. Tuve pocas amigas, pero son las que hasta hoy siguen a mi lado, por tantos años, como nadie más fuera de mi familia sanguínea. Me enamoré de mi mejor amigo a los 15 años. Lloré, sentí. Creí que realmente era infeliz unos días, los que me duró la gracia del amor no correspondido. Hoy se que esa tristeza superficial de unos días, que te quita algunas risas pero no el apetito siquiera, no se compara con las emociones que pueden desbordarse dentro de una relación real, de a dos.

Fumé tabaco y luego marihuana por seguir al grupo, por no desentonar. No me gustó y sin embargo, volví a hacerlo más de una vez. Hasta que llegó el día que mi carácter ya mas formado fue capaz de decidir solo lo que quería y no lo que, por una especie primaria de presión social, debía querer.

Mi primera gran bomba, con su respectiva borrada de casete y terrible resaca, la tuve recién a los 18 años. Si, fue una noche en que sufría por un hombre. Por lo que yo creía que era un hombre. Esa noche, ese sufrimiento, si lo recuerdo con toda la intensidad abrumadora con que se viven los sentimientos más profundos. Esa noche si entendí cuanto podía doler una ausencia, cuanta falta podía hacer un beso más, cuanto sería capaz de hacer por un último retorno.

Mi primer amor me rompió el corazón, aun que suene tan cliché. Y no una, sino múltiples veces. Me deprimí terriblemente la primera vez, y la segunda, e incluso quizás en la tercera. Aprendí lo que era no dormir, no comer, no salir. Solo llorar y sentir que el tiempo no se inmuta, que el futuro se aleja sin llevarme consigo. Luego me lo volvieron a romper, la segunda vez que me enamoré. Pero ya no dolió tanto. O mejor dicho, dolió más, pero por menos tiempo. Porque una no aprende a no sentir, sino a quererse más, a vencerse a sí misma, a superar. Sentí el mismo dolor, pero no me permití caer desmoronada como a los 18. ¿Y saben? Después de salir una vez, aprendes lo que es sentir la tranquilidad de saber que nada puede contigo.

Mi familia nuclear se desarmó hace más de un año. Mi papá y mi mamá no solo ya no se quieren, lo cual nada de raro tendría, si no que se odian. Se joden. Se atacan. Se dañan. Y a mí me afecta más de lo que posiblemente creí. Porque mi casa, mi refugio, mi lugar, ya no lo es mas. Llegar a casa ya no es algo anhelado. Estar en casa ya nunca volverá a ser lo mismo. Al menos hasta que tenga la mía propia.

Tengo una relación hace 10 meses, tan llena de momentos difíciles como de momentos en los que sentí que si moría en ese instante, sería sintiéndome plenamente feliz. Voy aprendiendo que no es fácil construir y que, a menudo, uno quiere tirar todo abajo. Pero también que, si resistes y no lo haces, la recompensa puede hacer que cualquier esfuerzo haya valido la pena. Y voy aprendiendo también que uno vive aprendiendo y que andar de a dos no significa otra cosa que permitir que el otro meta las narices en tu vida, en tus mierdas. Y  que te guste que lo haga, porque es así que te ayuda a ser una mejor persona.

Hoy tuve una bonita conversación vía skype con un amigo de la vida, e intercambiar con él este tipo de experiencias me fue extrañamente gratificante. Bastan cinco minutos para mirar atrás e indagar en la historia de nuestra vida, e ir descubriendo esas mierdas que todos tenemos y que nos han ido formando. Reconocerlas no es tan difícil, pero si aceptarlas. Y si las escribo aquí, es porque las acepto, así sin más. 

Finalmente, hay una verdad bien simple: todo lo que vivimos, las personas que conocimos y las experiencias que nos tocaron, construyeron cada día lo que somos hoy.

viernes, 2 de marzo de 2012

¿Puedo decidir qué pensar?

¿Realmente decidimos nuestros pensamientos?

Quizás solo aparecen ahí y se adueñan de nosotros. Y nos hacen actuar clandestinamente, sin razonar demasiado, sin ser consientes realmente de las consecuencias que tendrán esos actos a futuro, al día siguiente al levantarnos, cuando todo el frenesí de ideas alborotadas se haya calmado y volvamos a pararnos, frente al espejo, con nuestros cinco sentidos, avergonzadísimos. Esos momentos en que todos alguna vez, y sin que hubiera sido una calumnia, podríamos haber sido tildados de locos.

No creo que sean tan raras las veces en que, aun que sea ante nosotros mismos y como un intento desesperado de perdonarnos, de calmar esa sensación de estupidez, de vergüenza, de trágame tierra al menos por hoy, nos excusamos pensando que hicimos esto o aquello sin querer o llevados por un impulso, por la rabia. Era más fuerte que yo, queremos creer.

¿Pero qué es eso más fuerte que nosotros? ¿Qué es eso a lo que tan ligeramente culpamos de nuestros peores exabruptos? Pensamientos. Ideas que se instalan en nuestras mentes débiles, poco entrenadas, penosas. Mentes que no hemos sabido educar correctamente, que no hemos sabido dominar a plenitud.
Dicen que los adultos somos tales justamente por la capacidad que ya hemos desarrollado de controlar nuestras emociones. Pero que son las emociones si no el resultado de esos pensamientos que nos asaltan. No, no creo que sean las emociones lo que debemos esforzarnos por controlar, sino más bien aquello que las generan: nuestros pensamientos.

Entonces, si un día mi novio desaparece de mi radar de control un día entero (con su noche más) y empiezan a llegar pensamientos tipo: ¿se le habrá acabado la batería?¿o en realidad me apagó el celular? ¿se habrá quedado en su casa? ¿o habrá salido de juerga escondiéndose de mi?, me pregunto cuales serán mis verdaderas opciones.

Posiblemente las chicas mas rayadas llamen a su casa, a su hermana, a su mejor amigo y hasta a su vieja (e incluso, no me sería raro escuchar de aquellas que son capaces de ir a tocarle el timbre a su casa a la mitad de la madrugada). Pero las otras, un poco más normales (un poco nomás, porque ese criterio de normalidad también es bastante relativo), seguramente se quedarán bien quietecitas en su cama, con música suave que las haga dormir mientras intentan repetirse saludablemente seguro está durmiendo en casa.

Pero la historia no acaba ahí, pues esas chicas normales que no hicieron nada que podría considerarse una locura, no es que hayan aprendido a controlar sus pensamientos. Controlaron sus emociones, claro. Se comportaron a la altura. Pero al día siguiente, sin duda, el tema seguirá instalado allí, latente. Esperando con ansías que el susodicho llame y muy sutilmente, así como quien no quiere la cosa, poder preguntarle que fue, que novedades, donde pasaste cada minuto de tu día y noche de ayer y exactamente con quien maldito desgraciado!

Lo que ocurre entonces es que incluso quienes se jactan de poder controlar sus emociones, tampoco viven sanos y felices. Porque de nada sirve comerse las neurosis y no hacerle problemas a los demás, cuando por dentro los pensamientos nos están carcomiendo a nosotros mismos.

¿Se puede decidir que pensar?. Porque respecto al control de emociones, no me cabe duda. Pero respecto de lo segundo, no podría estar tan segura.