martes, 11 de diciembre de 2012

Sobre la definición "en negativo" del amor






Hace algunos días, conversando con mi amigo Leandro, me dio una definición extremadamente gráfica del amor:

 “La quiero tanto, que a veces tengo ganas de incendiarla, pero no lo hago, porque la amo”.

A raíz de esta definición, empezamos a conversar sobre su planteamiento de que el amor se define “en negativo”: para él – y ahora estoy de acuerdo – el amor hacia la otra persona no tiene que ver con “llevarse bien” o “reírse mucho” o “ser perfectamente compatibles”, sino con las cosas que toleras a la otra persona. Cosas que, seguramente, no le toleraríamos a nadie más que a ella (o él).

Pasa que el paquete viene completo. Pasa que cuando elegimos a alguien, elegimos a la “mejor presa” dentro de ese pequeñísimo universo de personas que llegamos a conocer hasta determinado punto de nuestra vida. Pasa que si quisiéramos encontrar una persona “perfecta para nosotros”, sin duda pasaríamos solos el resto de nuestras vidas. E incluso, si encontráramos a alguien que se acercara a esa definición, nos quedaría la eterna duda de si, en Australia o Hong Kong, no existirá alguna un poco más compatible, quizás con los mismos gustos musicales, quizás con el mismo carácter extrovertido, quizás con un poco más de sentido del humor.

Por eso, elegimos a una persona que, mal que bien, tiene suficientes cosas positivas que podamos admirar (o aun que sea respetar) y que son las que recordamos, justamente, cuando aparecen esas otras cosas no tan agradables que todos tenemos. Esas cosas que, por ejemplo, a mi amigo le generan el pensamiento de querer incendiar a su enamorada.

Y como quien refuerza la idea de definir al amor de manera negativa, violenta, me cita – para variar – a Marge Simpson, quien en algún capítulo de tan buena serie le dice a su hija: “pero algún día encontrarás a un hombre al que amarás, hasta que te duela (…)”.

Y a raíz de esa cita, Leandro me preguntó si no es acaso el hecho de definir al amor como algo que duele (sí, tarde o temprano, de una u otra forma), una realidad que nos hace corroborar que nuestras instituciones más valiosas – como la familia, que justamente nace del amor – están también hechas de violencia, solo que de una violencia legítima, admitida por todos nosotros, sea consciente o inconscientemente, por acción u omisión.

¿No es acaso violencia arrebatarle a una madre la custodia de su hijo, así sea porque ello es necesario por el bien del menor ya que su madre tiene problemas con las drogas? ¿No es acaso violencia quitarle la libertad a un condenado a prisión, por muy “merecido” que lo tenga? ¿Y no es acaso violencia la forma en cómo tenemos ganas de (mal)  tratar, a veces, precisamente, a las personas que más amamos, y justificamos dichos pensamientos, justamente, en nombre de esas emociones intensas y desbordantes a las que nos condena el amor?.

Obviamente hay líneas. Lo anterior no significa que cuando tengamos ganas de incendiar a nuestra pareja vamos a hacerlo si ya no la amamos. Se trata simplemente de dejar el concepto algo claro: no incendiaremos a quien amamos, justamente por amor. Y probablemente no sentiremos ganas de incendiar a otra persona con la intensidad que quisiéramos incendiar a quien amamos, justamente porque, en nombre del amor, somos capaces de sentir tan intensamente nuestras emociones – buenas o malas – solo hacia esa persona. Y en nombre de ese amor, también, de tolerar esas emociones, canalizarlas.

Ojo, no estoy promoviendo la violencia en ninguna de sus facetas, solo poniendo una realidad sobre la mesa.